De un tiempo a esta parte, se ha perpetrado uno de los daños más grandes que se le puede hacer a la infancia, y al fútbol. La mercantilización y, por lo tanto, profesionalización, del fútbol ha llevado a la progresiva desaparición del fútbol callejero, de las pachangas entre amigos en descampados, pistas de residenciales o, en general, cualquier lugar donde pueda ser feliz un niño con un balón.
El ejemplo más evidente es que los niños actuales que juegan al fútbol desarrollan un terror al fallo, a salir del molde, que no solo repercute en la pérdida de diversión al practicar este deporte (su fin último), sino que propiamente a nivel deportivo los lastra, siendo las consecuencias ya visibles a día de hoy. La desaparición del regate es la punta del iceberg de una pérdida de creatividad y originalidad fundamentada en las exigencias de los clubes de base y los padres, que pretenden no formar sino competir con la máxima exigencia, pretender sacar un futbolista de élite (solo uno de cada 1.800 niños llega a primera división) bien para hacer caja o por orgullo.
Gran parte de este problema es a causa de padres, entrenadores, periodistas; en fin, la gente que formamos también parte de este deporte. Ojalá podamos concienciarnos y saber cual es nuestro lugar y cual es el suyo. Dejemos a los niños ser niños.